Las épocas del viejo septimazo reposan hoy entre la memoria y el olvido.

Hablar del septimazo es hablar de un corredor peatonal cargado de historias, un escenario donde late el pasado de una de las vías más antiguas de Bogotá. La carrera Séptima, que en sus orígenes fue un antiguo camino indígena hacia el poblado de Usaquén, más tarde condujo a las fértiles tierras de Zipaquirá y, finalmente, a la ciudad de Tunja.

A lo largo del tiempo, la Séptima cambió de nombre y de rostro: fue conocida como el Camino Real de Tunja, la Carrera Central del Norte y, en su etapa más moderna, como la Avenida Alberto Lleras Camargo.

La Séptima fue fiel testigo de la evolución de nuestra ciudad. En su asfalto quedó impregnada la sangre de estudiantes y ciudadanos que murieron en las represiones de los años 50, 70 y 80, y de aquellos que cayeron en el Bogotazo. Pero también fue escenario de encuentro y esparcimiento: cada tarde acogía a los bogotanos que paseaban por sus aceras, curioseaban en sus almacenes, se dejaban deslumbrar por las luces al caer la tarde o simplemente buscaban un destino en medio de sus viejas y empolvadas callejuelas.

Hoy podemos decir que el septimazo ha muerto. Esa rutina de los viernes, de caminar desde la Plaza de Bolívar hasta la terraza Pasteur, se desvaneció. En aquellos recorridos encontrábamos artesanías, ventas de objetos y curiosidades culturales; en cada esquina sonaba la música: salsa, tango o rock. Un viernes de septimazo era lo más cachaco, lo más rolo y lo más emocionante que un joven podía hacer en la Bogotá de inicios de los años 2000.

Lastimosamente, muchos de los lugares que marcaron a toda una generación desaparecieron: Nutabes, las tiendas del centro comercial Omni, los bares de rock del centro, la legendaria cuadra Picha, el Chapinero que atrapó a toda una horda de jóvenes con botas punteras, camisas negras y corazones rotos… incluso la terraza Pasteur hoy sufre el abandono y el paso del tiempo en soledad.

La Séptima tampoco fue ajena a ese deterioro. Recuerdo mi primer evento en 2008: repartíamos volantes de un concierto musical y literario con aires rockeros y góticos, mientras la tarde nos regalaba el bullicio del septimazo. Los domingos me lanzaba a caminar toda la Séptima hasta llegar al mercado de las pulgas, donde compraba viejos casetes de rock; una vez recorrí la vía entera solo para conseguir el Kraken 1 + 2. Recuerdo a mis amigos —hoy lejanos y en muchos casos desaparecidos— con quienes colonizamos el centro a punta de chicha, cerveza y aguardiente. Caminábamos sus calles como pequeños dioses urbanos. Recuerdo también el Tía, el Ley donde alguna vez me perdí, y a la señora que me llevó a una estación de policía. Desde niño, mis padres me llevaban por la Séptima hasta la biblioteca Rafael Pombo: era un camino lleno de descubrimientos.

Pero poco a poco la Séptima se fue deteriorando. Llegaron la basura, los objetos de segunda mano, la inseguridad, la droga en cada esquina. Desaparecieron las artesanías, los toques, el teatro; todo se esfumó. Ese plan cultural de ciudad, ese paso obligado de la vida capitalina, quedó en el recuerdo.

Hoy me pregunto: ¿cuándo volveremos a disfrutar del septimazo? ¿Quién lo rescatará del olvido?

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