Eran los años 90, y comenzando el 2000, toda una generación encontró en el centro de Bogotá su lugar de escape, de euforia, de pertenencia: Nutabes. Pero, ¿qué era Nutabes? No era solo un sitio de rumba; era el sitio. Allí se cruzaban los sonidos de la salsa, el rock, el punk y el metal, en los bares más recordados del centro de la ciudad.
Hoy, donde una vez latió ese corazón nocturno, funciona el centro comercial Los Ángeles, con algunas tiendas alternativas, uno que otro bar y locales de todo tipo. Pero pocos transeúntes conocen que esos pasillos, ahora silenciosos, fueron el escenario donde muchos decidimos amanecer, una y otra vez, entregados a la noche.
Las largas filas de jóvenes esperando entrar al Nutabes aún permanecen vivas en mi memoria. Recuerdo con especial cariño a Yenny, una amiga de entonces. Teníamos apenas 18 años y fuimos absorbidos por las luces de neón, el bullicio de las bocinas, y los videoconciertos en formato VHS que se proyectaban en los bares rock. Yenny había escapado de casa a los 16 años y había pasado por muchas antes de encontrar refugio en la casa de una amiga en el barrio Las Cruces.
Ella me introdujo al rock, al metal y a la vida nocturna de Nutabes. Trabajaba como mesera en Siloe, uno de los bares icónicos de salsa del momento. Para mí —y para muchos— Nutabes se volvió un templo sagrado, un refugio de los viernes, donde nos entregábamos al famoso ron Jamaica, más conocido entre los habituales como Jumanji.
Recuerdo la primera vez que entré al Nutabes. No fue con Yenny, sino con Miguel Ángel, "el Negro" y Danny: tres jóvenes perdidos, amantes del rock y de la decadencia capitalina. Con ellos descubrí Kaos Bar, un lugar que abrazó mi alma bohemia. Entre mesas, sillas y botellas de cerveza helada, escuché por primera vez a Guns N' Roses, Aerosmith, Cradle of Filth y Rammstein. En esa primera noche, vi a una chica de la Tadeo bailar Sweet Child O’ Mine con los ojos cerrados, y yo, borracho y algo perdido, supe que Nutabes ya vivía dentro de mí, no sé si en el corazón o en el hígado.
Nutabes era especial porque la rumba empezaba desde el mediodía. No había decreto, destino ni ley que pudiera detener a los hijos perdidos de la noche bogotana. Lo disfruté intensamente... hasta que todo se convirtió en caos —y no me refiero al bar, sino a la verdadera confusión.
La decadencia llegó con los robos, el trago desmedido, las rumbas extremas y las muertes. Era la época de las tribus urbanas y, con el alcohol como combustible, las peleas eran inevitables. Recuerdo el día en que alguien cayó desde el tercer piso tras una riña. Yenny, con la voz entrecortada, me contó la historia de un tipo que recibió un balazo en la cabeza por un asunto pasional. Nadie volvió a saber de él.
Con Yenny recorrí todo el centro, todo Salitre. Con ella fui por primera vez a Rock al Parque y a Rock al Piso. Era una nómada de la noche, una inmigrante de la oscuridad. Un día desapareció: se fue de la ciudad, del país, quizás del mundo. Nunca volví a saber de ella. Como muchos de mis amigos de entonces, se perdió en la rumba, en el alcohol, en las drogas y en esa visa ilusoria que ofrecían los años 90 y los inicios del nuevo milenio.
Hoy, cuando camino por los pasillos del antiguo Nutabes, todavía recuerdo a mis amigos. De muchos me fui alejando poco a poco, quizás para conservar un recuerdo intacto, quizás para sobrevivir. Porque estar de frente con Nutabes es mirar a los ojos a la melancolía de una juventud que bebió del elixir de la noche.
Y en ese murmullo del pasado, una voz me susurra: no hay vuelta atrás. Cada calle, de algún modo, siempre termina llevándonos de vuelta a Nutabes.
Juan Andrés Gutiérrez: Juan Andrés Gutiérrez es escritor, docente y creador de contenido. Ha liderado espacios como Recitales Góticos (2008), Poesía Independiente (2011) y el sello editorial Hoja Negra (2018). Autor de “Bilis Negra” y “El destierro de la vida”, su poesía nace entre la calle, la memoria y la transformación. En redes se le conoce como “Juan, fabricante de historias”.
