En la carrera octava con calle 20, aún se conserva un rincón que parece haber quedado suspendido en el tiempo. Entre antiguas edificaciones, cerca de lo que fue la Empresa de Teléfonos y otros negocios históricos del centro de Bogotá, la Pastelería Belalcázar sigue en pie, como un testimonio vivo del sabor, la memoria y la tradición.
Al entrar, lo primero que atrapa los sentidos son los aromas: galletas de vainilla recién horneadas, pasteles con coco, repollas doradas y ese inconfundible ponqué de bodas bañado en vino tinto que ha acompañado celebraciones por más de ocho décadas. Todo en este lugar remite a un tiempo donde la repostería era un arte minucioso y profundamente familiar.
Desde hace 28 años, Elsy Cáceres, con su amabilidad intacta, ha sido testigo del ir y venir de generaciones enteras que pasan por el local buscando sus dulces favoritos. Ella sostiene con orgullo el tradicional ponqué de bodas, símbolo de una Bogotá festiva, refinada y profundamente afectiva.
La historia de Belalcázar se remonta a 1942, cuando dos hermanos alemanes de origen judío, Otto y Bill Bher, arribaron a Colombia escapando del horror de la guerra. Con ellos trajeron no solo sus recetas y utensilios, sino también la esperanza de una nueva vida. Su primer local estuvo en la calle 17 con carrera Séptima, pero los disturbios del 9 de abril de 1948 los obligaron a buscar otro espacio. Finalmente, encontraron refugio en la actual sede, donde la pastelería sigue siendo un lugar de encuentro para los amantes del buen gusto.
Un viejo grabador de cinta y una balanza americana de medio siglo aún funcionan como si el tiempo no pasara. Son piezas que no solo decoran: cuentan historias. Historias que Paula Cubides Páez, actual heredera del legado familiar, ha recopilado con amor y detalle. Ella, diseñadora de modas y apasionada por el pasado del negocio, ha asumido la misión de mantener vivo el espíritu del lugar, que alguna vez albergó lámparas de lágrimas, candelabros, vajillas europeas y elegantes alfombras persas.
En los años dorados, el gran salón fue testigo de comidas familiares, tardes de té y eventos sociales donde la repostería se mezclaba con la conversación política, la música de victrola y los versos románticos. Aquel espíritu aún se percibe en cada rincón del establecimiento, a pesar del paso del tiempo y las dificultades, como la reciente pandemia.
El origen del nombre Belalcázar se remonta a un gesto de amor: Otto Bher contrajo matrimonio con la hija de su socio español, dueño del restaurante Menorca, oriunda del municipio caldense del mismo nombre. Décadas más tarde, la familia Páez asumió el legado, y hoy es Paula quien lleva la batuta de este viaje culinario y nostálgico.
Uno de los clientes más fieles, José Sixto Buitrago Mojica, ha sido parte de esta historia durante más de 30 años. Administrador público, escritor y profesor, recuerda con emoción los cumpleaños celebrados con ponqués de la Belalcázar, en especial los de su hermana Rosaura, maestra ejemplar de Boyacá.
Más allá de sus productos, Belalcázar representa una forma de vivir y recordar. Es una cápsula del tiempo en medio de la Bogotá acelerada, un lugar donde la historia se sirve en platos dulces y las memorias se conservan en vitrinas, hornos y aromas. Y mientras haya quien se detenga a probar una estrella de coco o a pedir café con torta, la vieja pastelería seguirá siendo uno de los templos del sabor cachaco.
