Cuando Tefa aún soñaba con enseñar por Juan Fabricante de historias.

La vida es un camión que rueda a toda prisa por la autopista 66, la misma que alguna vez fue conquistada por los Beats. Si uno mirara al amanecer, podría presenciar un desfile de campesinos avanzando hacia los viñedos, dispuestos a exprimir la última uva, no con las manos, sino con las bocas sedientas de quienes han aprendido a beber del cansancio.

La última vez que vi a Tefa, me dijo que había conseguido trabajo en un pequeño colegio, a las afueras de Denver. Su voz sonaba cansada, pero todavía había en ella un destello de fe, una especie de ternura que parecía resistirse a morir.

La última carta que recibí antes de que la internaran en el psiquiátrico traía dentro un poema, escrito con tinta temblorosa y olor a tiza:

“Hoy en la mañana correrán los niños a nuestros brazos, rasgarán nuestros vestidos con sus garras de oso, nos perseguirán con sus fauces hambrientas, nos escupirán el jugo de guayaba.
Con la tiza dibujarán el croquis de nuestro cuerpo, mientras la ambulancia se acerca.
Con el borrador del tablero borrarán nuestros sueños, mientras patean las puertas de los salones.
Nos golpearán con las loncheras, nos obligarán a tragarnos los bananos podridos y después nos pedirán que sonriamos.”

Desde entonces, cada vez que un bus escolar pasa frente a mi ventana, me parece escuchar la risa de Tefa, mezclada con el eco lejano de una sirena.

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