He recogido mis huellas para depositarlas en tus manos.
Cuando las tomaste, cada una de ellas voló de tus dedos como una libélula.
Mis huellas eran pesadas, tenían barro, plomo
y eran tan negras como el cinto que sostenía tu cabello.
Me imaginabas en las frías oficinas, pero estaba recorriendo los campos,
bautizando a cada uno de los insectos con mi nombre.
Recogía, de vez en cuando, una piedra,
y de ella surgía un planeta.
Devoraba con mis suelas la carretera;
tras de mí dejaba una civilización sedienta de vino.
Cada tarde se emborrachaban, alistaban sus maletas
y recorrían las carreteras hasta derribar el último muro.
Juan Andrés Gutiérrez
